El crimen de la katana, perpetrado por José Rabadán Pardo en abril del año 2000, sigue siendo uno de los episodios más impactantes, controvertidos y debatidos de la crónica negra española. Con tan solo 16 años de edad, Rabadán asesinó brutalmente a sus padre, madre y hermana pequeña con síndrome de Down en el domicilio familiar de Murcia, utilizando una katana japonesa, una espada que había adquirido como parte de su afición a la cultura samurái, los videojuegos y el manga. Él mismo confesó después que lo hizo porque “quería liberarlos del sufrimiento de vivir”, una afirmación que estremeció tanto a la opinión pública como a los profesionales que trataron el caso.
El caso se convirtió en una tormenta mediática. No solo por la violencia del crimen cometido por un menor de edad, sino porque Rabadán era, hasta ese momento, un joven aparentemente tranquilo, aficionado al rol, los videojuegos y la estética japonesa, sin antecedentes de violencia ni conflictividad grave. Esto abrió un intenso debate nacional sobre la influencia de los medios de entretenimiento en los adolescentes, el papel de la familia, la salud mental y, sobre todo, la eficacia del sistema judicial juvenil español.
Por aquellos años, España acababa de estrenar la nueva Ley del Menor, que limitaba las penas privativas de libertad para los menores de edad. Bajo ese marco legal, José Rabadán fue condenado a seis años de internamiento en un centro cerrado de menores y dos años más de libertad vigilada. Esta sentencia fue vista por muchos como insuficiente, generando un fuerte rechazo social que puso sobre la mesa cuestiones como la edad penal, la capacidad de reinserción real y el papel de la educación y los valores en la prevención del delito.
Durante su reclusión, el joven experimentó una profunda transformación personal, según los informes de seguimiento. Se convirtió al cristianismo evangélico, se volcó en los estudios y participó en actividades de reinserción. Cumplida su condena, salió del centro y se mantuvo durante años completamente alejado del foco mediático, construyendo una nueva identidad anónima. Se sabe que rehízo su vida, que formó una familia y que desarrolló una carrera profesional estable.
En 2017, José Rabadán rompió su silencio público participando en el documental «Yo fui un asesino. El crimen de la katana», producido por Movistar+ y dirigido por Carlos Agulló. En él, narra por primera vez su versión de los hechos, habla del día del crimen, de lo que pensó y sintió, de su evolución personal y de cómo lleva el peso de lo ocurrido. El documental fue aclamado por su enfoque serio, sin morbo, y reavivó el debate sobre hasta qué punto una persona puede cambiar tras cometer un acto atroz.
A día de hoy, el caso de José Rabadán sigue siendo objeto de estudio en criminología, psicología forense y derecho penal juvenil. Se utiliza en universidades para debatir sobre los límites de la reinserción, la responsabilidad de los menores y la capacidad del sistema para proteger a la sociedad sin renunciar a la posibilidad del cambio. También ha sido citado en medios de comunicación y redes sociales cada vez que surge un nuevo caso relacionado con menores que delinquen, convirtiéndose en una referencia inevitable de la historia judicial española reciente.
El crimen de la katana no solo fue un suceso trágico y brutal, sino también un punto de inflexión. Un espejo incómodo de lo que puede pasar cuando el dolor, la desconexión y la violencia se cruzan con la adolescencia y la falta de contención. Un recordatorio, aún hoy, de que la justicia debe equilibrar la responsabilidad con la posibilidad de redención.